Hace un par de años, durante un viaje de invierno que tras unas horas de vuelo se volvió veraniego al tocar suelo argentino, tomé el famoso Buquebús rumbo a la playa más glamourosa de Uruguay: Punta del Este.
Ahí permanecí casi una semana en la que tenía planeado desgastar mi pupila al máximo y derrochar toda la energía que mi cuerpo me permitiera.
Ambas cosas sucedieron, pero cuando pensé que jamás me cansaría de aquél espectáculo surrealista de bikinis brasileños, minas argentinas, uruguayas, chilenas y cariocas en su mayoría, mi mirada inconforme me exigió -como casi siempre lo hace- algo más. Entonces apareció por ahí en un folleto el Museo Ralli, que anunciaba obras de Dalí, Varo y Carrington.
Me sacudí la arena, me tallé los ojos para corroborar que aquello -los bikinis y el folleto- no eran un sueño y que en efecto el museo existía en un destino que si bien alberga a varios artistas, uno no espera una revelación de la talla del Ralli.
Tomé la motocicleta que pedí prestada a buen precio en el hostal extraviado en la boscosidad donde me hospedaba, y en 20 minutos ya estaba parado frente a la obra de Leonora.
Fue mi primera experiencia cercana a la obra de esta artista que por aquellos tiempos había conocido gracias a María Ramos, quien en esas fechas tras poco tiempo de conocerla, punteaba la lista de mis intereses 'surrealistas' -hoy ya indescriptibles-.
Debo admitir que mi conocimiento curatorial es limitado, pese a mi interés y constante contacto con el arte a través de la fotografía y las exposiciones que visito, suelo disfrutar lo que me arrastra la mirada y nada más, así que no esperen un colofón ensalzado en palabras adornadas hacia la obra de la artista, sino más bien, un testimonio de mi experiencia humana frente a una obra que me hizo abandonar ese museo con una extraña calma, haciéndome olvidar el resto del día de la playa, y sobre todo ese recuerdo, que hoy con su muerte, me toca y traslada a otros lugares.
A alguien escuché decir hace poco que la mejor obra es aquella con la que te identificas. Sin duda, eso pasa con algunos artistas, Carrington lo hizo en mi por aquellos días.
Lo que siguió de aquél día no fue lo que se estaba volviendo rutina. Me fui de inmediato al hostal, saqué el Libro de Arena de Borges que leía en el viaje y como en una conexión de esas que es inútil explicar, surrealista si se le quiere llamar, todo el libro me pareció una continuación de la obra que había visitado.
Así, no hay más que decir. Decidí escribir esto antes de irme a correr porque para un artista seguramente no hay mejor legado que el poner su pensamiento en la piel de aquellos que tuvieron contacto con su trabajo, y bueno, mi memoria me dice que yo soy uno de estos casos.
Gracias Leonora Carrington por esa visita al Ralli y por sacudirme la mente durante un día de verano. Surrealista realidad la mía.